viernes, 16 de mayo de 2008

La culpa fue de Chabeli

Si alguien me hubiese preguntado hace 72 horas que yo iba a montar mi propio blog, le hubiese enseñado un dedo muy particular de mi mano derecha (más aún después de mi experiencia perniciosa con Facebook). Sin embargo aquí estoy. Creo que es una buena herramienta para publicar las crónicas que escribo de vez en cuando acerca de las aventuras y desventuras de mi cotidianidad; la gran mayoría con mi particular sentido de humor. (Tan pronto sepa como montar un archivo de esas crónicas las pondré para que se rían a costa mía, que después de todo es el norte de mi vida.) También es una buena forma de practicar un gran placer que he descubierto un poco tarde en la vida y es eso de escribir por el placer de escribir. (¡Y lo dice alguien que se ha ganado la vida escribiendo!) Volviendo al ‘por qué un blog’, debo decir en defensa propia que soy una persona fácil de influenciar, (especialmente si la movida viene de parte de una chica guapa y simpática). Por eso, si este blog comienza a tornarse en algo fastidioso, no me echen la culpa, échensela a mi amiguita Chabeli la bloguera.

La noche que fui a ver a ‘Speed Racer’

Me sentí orgulloso de mi mismo. Contrario al estres, mal-humor y ansiedad que me hubiese arropado en una situación similar (esto debido a la conducta trágico-patética que me había caracterizado por toda una vida y que he logrado vencer gracias a un sistema de terapias multi-disciplinarias que hasta incluyen técnicas no tradicionales del tipo que causan escándalo y pavor en la comunidad ‘Manda Fuego Señor’, particularmente en mi amiga Chabeli la blogguera), pues, caminaba yo hacia la taquilla del cine de Plaza riéndome solo. Hice la corta fila con ese sentimiento de expectación que ataca a un ser humano justo antes de cometer una travesura. La víctima accidental de mi chiquillada era una nenita que no aparentaba tener más de doce años pero que debido a las reglamentaciones de las grandes corporaciones sabía que debía tener 18 años al menos. “Por favor, una taquilla para ‘Speed Racer’ pero para la tanda de las 7:10 pm”, dije yo con toda la seriedad que mis canas (prematuras, valga la aclaración) me hacen capaz. La reacción de “¿habré escuchado bien?, de la pueril taquillera aún me la estoy saboreando.

La jovencísima muchachita que debe haber oído por parte de los ‘movie-goers’ cuanta locura se pueda uno imaginar (como por ejemplo: dame dos taquillas para la última película de Vicente Castro), me contestó: ‘Señor, pero, es que ya son las 9 y 28 de la noche”. Inmediatamente le respondí que sabia muy bien la hora, pero que esa era la tanda a la que yo quería (digo, tenía) que entrar. Sin salir de su asombro, la taquillera trató una vez más de razonar conmigo y me advirtió con toda la seriedad que pudo, “caballero, la película ya se esta ACABANDO”. Mi contestación, la mató. “No me interesa ver la película”, le dije. “Yo sólo vine a ver los créditos”. La nena, que se había pasado pestañeando durante todo el incidente, se puso catatónica. Tratando de descifrar el significado de su expresión, me imaginé que pensó que la estaban grabando secretamente para algún programa de la Tele. Como el sadismo no es parte de mi naturaleza, me condolí de la muchacha y le dije: “es que mi hijo sale en los créditos”. (Mi hijo Gabriel vive en Los Angeles y trabaja para Prologue Films, una de las más importantes compañías que dan servicio de post-producción a grandes producciones de Hollywood y que todavía en pleno siglo XXI, creen firmemente en la institución de la esclavitud).

Sinceramente, su reacción no fue la que yo esperaba. La taquillera me sonrió con esa sonrisa falsa y obligada que uno tiende a dar a la hora de tratar de ser cortes con un desajustado mental. Sin embargo, lo que hizo a continuación me dejó saber que aún existe esperanza en nuestra juventud. La taquillera viró su cara hacia la que resultó ser su supervisora inmediata. Era una muchacha mucho mayor que ella, yo diría que como unos seis meses y medio mas vieja. La pre-nubil taquillera le explicó mi situación y le indicó a su jefa que para ella deberían dejarme entrar gratis. La respuesta de la supervisora fue un monosilábico: ‘No’. La mocosa supervisora le dio unas instrucciones y la muchacha no le quedó más remedio que proceder a venderme la taquilla, no sin antes hacerle algunas correcciones con ‘magic marker’. Quince minutos después salía yo del teatro, de lo más sonriente, junto a mi hijo Gabriel. Quizás como agradecimiento al gesto de la taquillera o para probarle que no le mentí y más aún que yo no estaba loco (well…, vamos a dejarlo ahí), hice que mi hijo me acompañara a la taquilla para presentárselo. “Hola, ¿te acuerdas de mi? Este es mi hijo, el que salió en los créditos de la película”, dije de lo más entusiasmado. La muchachita me sonrió con las muelas de atrás, a la vez que volvía a pestañear nerviosa e incesantemente. Yo que hasta ese momento me cuestionaba la necesidad de haber tenido que tomar un curso intensivo de clave Morse como requisito para completar mi grado asociado en ciencias mentalistas y de la quiromancia, ofrecido a través del Internet por el Gypsy Institute of Moldavia, pude entender lo que estaba diciendo. El mensaje estaba compuesto de trece palabras. Estas son: Dios –mío – como – está – la – situación – de – la – salud – mental – en – este - país. Por suerte mi hijo menor, Alejandro, consciente que ya para sus 21 añitos no está para estas vergüenzas tan características de los ‘baby boomers’, se había desaparecido, no sólo del Mall sino del planeta Tierra.

josé ramón / martes trece de mayo del dos mil ocho, puerto rico